viernes, 13 de diciembre de 2013

Mi novia rompe conmigo después de cuatro años.


 Una de las peores cosas de que te deje tu novia es que es la persona que normalmente te apoyaría y reconfortaría cuando estás jodido y justamente la que acaba de dejar de estar disponible para ello, y además es esa ausencia suya la causa de que lo estés. Es como un bucle.

 Así que aquí estoy (después de haberme sorprendido llorando -varonilmente- varias veces y explorar asombrado una persistente y desconocida sensación de vacío en el pecho) rompiendo el bucle enfrente del ordenador a las cinco de la mañana, con una botella de whisky que había por casa y detesto pero que según el cine y la literatura es necesaria en estas situaciones a mi izquierda, el ratón a mi derecha, y los dedos en el teclado. Escribiendo una carta que lanzar a la marea de la red con la recién descubierta esperanza de que llegue hasta ella, lea lo que ya no puedo decirle (o más triste, quizá lo que ya no le importa) y algún día futuro salga tras leerme corriendo rumbo a mi casa, nos abracemos, quizá bajo la lluvia con música de violines apareciendo providencialmente a través de la ventana de algún vecino, y todo sea como al principio cuando nos queríamos. Lo sé, soy así de tonto.

 A ella siempre le gustaron las cartas. Había épocas en las que era capaz de mandar varias cartas por semana repletas de recortes y dibujos (y hasta a veces pequeñas porciones de comida) a amigos y conocidos a los que ponía en el compromiso de tener que contestar, que a menudo no honraban para gran desilusión de ella. Yo era el primero en sentirme fastidiado por ese anacronismo y una de sus principales víctimas. Una vez llegué a decirle que le había escrito y más tarde, como no llegaba, que Correos debía de haber extraviado la carta. Ella no se lo creyó, claro, era anacrónica pero no tonta.

 Ahora sin embargo me gustaría poder escribirle y ya no puedo. El orgullo, el haberle dicho "no quiero que me hables nunca más" hace unas horas que se volvería doblemente ridículo si fuera yo el que le hablase a ella. Más aún cuando no querrá que le hable, y hablarle de otro modo que sin esperar una respuesta sería imponer un compromiso mucho más incómodo que el de aquellas cartas suyas, que ahora en cambio serían una dulce y fresca tormenta cayendo como gotas una tras otra en el desierto.

 Se veía venir desde hacía tiempo. La relación se había ido apagando, antes éramos felices con cualquier cosa, y cuando digo felices me refiero a una felicidad completa, de la de nudo en el estómago y sonrisa involuntaria, reírse por todo, que cualquier idiotez como contemplar la luna en un paseo de vuelta a casa o una simple sombra que nos pareciera bella fuera un momento único... Ahora pasear de vuelta a casa era una molestia durante la cual nos quejábamos del frío. 

 Antes buscar una actividad era un excusa para estar juntos y cualquier cosa valía. Ahora estar juntos más bien parecía el trámite que abriera la puerta a otros entretenimientos que no pudieran hacerse en solitario. Una degradación gradual de fines a medios.

 Antes pasábamos semanas en una habitación de diez metros cuadrados para ambos, con un colchón en el suelo, y esta se convertía en un pequeño paraíso cúbico lleno de caricias y colores, su olor envolviendo los besos que flotaban en el ambiente, su andar desnuda esquivando el vino del suelo, el calor de nuestros abrazos contra el hilo de aire frío que traspasaba una vieja ventana mal aislada, y la felicidad por todas partes. 

 Ahora a los dos días juntos en un piso de sesenta metros percibíamos al otro como una interrupción, un aseo ocupado, una queja, unos pelos en la ducha, un sonido a deshoras, un movimiento en la cama que nos desvela, un, con toda su dureza, intruso que trastocaba nuestros ritos, nuestros tiempos, nuestros gustos culinarios, nuestro sueño, nuestra higiene, nuestra vida y nos robaba el tiempo.

 Antes en noches como esta la soñaba despierto viéndola deslizándose como imágenes y olores entre mis pensamientos, un fragmento de sonrisa, un fragmento de su ingle, un fragmento de su pelo acariciándome pendularmente la cara mientras la estrecho en mis brazos y el mundo súbitamente desaparece. Ahora... ahora también. Pero ese pensamiento que antes era como una cálida hoguera en medio de la nieve, es ahora un agujero en el hielo por donde colarse y quedar atrapado envuelto en agua helada, y oscura, sin encontrar la salida mientras se escapa el oxígeno en taciturnas burbujas blancas sobre un fondo negro.

...

¿Has leído mi primera carta y eres tan cronopio como para querer ayudarme a que le llegue? Comparte esta entrada.


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